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El intercambio celestial de Whomba
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Un ejemplar de El intercambio celestial de Whomba enviado a tu dirección + Edición digital de la obra
Te enviamos una postal ilustrada del libro + Ejemplar de la novela + Edición digital de la obra
Te enviamos una de las 12 nuevas ilustraciones originales creadas para la nueva edición por Mario Trigo, de edición limitada + Postal ilustrada del libro + Ejemplar de la novela + Edición digital de la obra
Recibirás un cuento original ambientado en el mundo de Whomba escrito por Guillermo Zapata + Ilustración original + Postal ilustrada del libro + Ejemplar de la novela + Edición digital de la obra
Tal y como prometimos os presentamos una sorpresa como agradecimiento por habernos ayudado a conseguir el mínimo que planteábamos en nuestra campaña de Crowdfunding. Se trata de un relato inédito (El primero de muchos, esperamos) ambientado en el mundo de Whomba. Está escrito por Alberto Haj-Saleh, editor y corrector de la novela.
Se trata de un relato protagonizado por uno de los personajes más importantes (y menos desarrollados) de la novela. Thogos de Malparte. Lo tenéis en la imagen por si le queréis poner cara.
Como el texto no admite etiquetas y una parte del relato en cursiva os indicamos a través de la etiqueta y el inicio y fin de los párrafos en cursiva.
Que lo disfrutéis.
LA DAGA DE CÁRPINE
Thogos luchó con todas sus fuerzas contra el desmayo. Su frágil constitución nunca había tenido que enfrentarse a una lucha cuerpo a cuerpo, ni siquiera en su infancia y adolescencia en Malparte, donde consiguió desarrollar una extraordinaria habilidad para evitar peleas y esquivar a los camorristas de su edad buscando demostrar quién es el jefe. Ahora trataba de hacer algo casi imposible: aplicar todos sus conocimientos de física, de anatomía e incluso de medicina para resistir a un ataque de alguien mucho más fuerte que él.
El ladrón apretó aún más su brazo en torno a la garganta del joven. Thogos sintió cómo el aire abandonaba sus pulmones poco a poco y la realidad se distorsionaba delante de sus ojos. Su cerebro le dijo que el oxígeno necesario para seguir funcionando empezaba a faltar y que necesitaba hacer algo inmediatamente. “Recuerda, Thogos, recuerda, dónde está la daga de Cárpine, dónde la has metido”
Nunca le quedó muy claro si su encuentro con Cárpine después de tan solo una semana desde su salida de Gulf había sido una suerte o una maldición. La bendición de la inconsciencia, la maldición de la sabiduría, así se lo había definido Celis justo antes de abandonar la fortaleza comandada por Brutha, justo después de que su maestra y amiga eliminase cualquier rastro de magia de dentro de él.
—Esto te convierte en el más excepcional de los habitantes de Whomba —le había dicho Celis, acompañándolo con una pequeña risita lunática—. Ahora eres el único ser humano que no tiene ni siquiera un poquito de magia. Creo.
Thogos no terminaba de verle la gracia al asunto, aunque sabía que para atravesar las tropas de los dioses su protección pasaba por no tener ni un ápice de esa bendita magia. “Y tampoco he sido nunca muy bueno practicándola, la verdad”, se decía para consolarse. No tenía miedo. Brutha le había encomendado la misión y eso era suficiente para él
Pero no tener miedo no significaba no tener preocupación. Él no era un guerrero, era un científico, un estudioso, un ratón de biblioteca. Un gafotas. Se había mentalizado y preparado para atravesar las líneas enemigas y salir de Gulf por la puerta de atrás sin hacer ruido. Pero, ¿y después?
—Después nada, Thogos —Celis hablaba con voz tranquila y confortadora—. Simplemente camina hacia al sur tan rápidamente como puedas y vuelve pronto con los tuyos. Te necesitamos también aquí.
—Pero... ¿qué me encontraré tras Gulf? ¿Qué peligros me esperan?
—¿Por qué quieres saber lo que te pasará antes de que te pase? —dijo Celis como si estuviese recalcando una obviedad—. El que sabe demasiado se queda inmóvil para esperar lo que tenga que venir, generalmente con miedo. Las cosas ocurren porque nosotros nos movemos hacia ellas, saber demasiado del futuro sólo nos paraliza y nos deja indefensos. No saber, eso sí que es una suerte. Aprovecha lo que no sabes en tu favor.
Thogos asintió. Hacía mucho que había renunciado a comprender a su maestra en todo lo que decía.
Thogos comprendió que el ladrón no era más que un ratero de poca monta, no un asesino profesional. Haciendo acopio de toda su serenidad, se dio cuenta de que con un simple movimiento del mentón podía aflojar la presión estranguladora del brazo de su atacante sin que él notase nada. La liberación de su garganta y la entrada de oxígeno en sus pulmones provocó un efecto casi alucinatorio y tuvo que reprimirse las ganas de gritar. Su cerebro se despejó de golpe. El ladrón seguía apretando con fuerza pero con torpeza, mientras que con el otro brazo sujetaba a Thogos por un hombro. Pero el otro quedaba libre, lo suficiente como para reptar despacio para buscar la daga de Cárpine escondida en su bota izquierda. “En mi bota, claro”. No hay nada como un cerebro oxigenado para recordar las cosas importantes.
Encontró a Cárpine cuando aún no se había cumplido una semana desde que atravesara la línea de asedio, o mejor dicho, Cárpine le encontró a él. Después de la tensión que supuso sortear a los soldados sin ser visto, que implicó, entre otras cosas, esconderse en una letrina repugnante durante más de doce horas, el viaje había transcurrido con una sorprendente apacibilidad. Al sexto día entró en Vogean, pequeña ciudad dedicada al comercio e indudablemente próspera, llena de personas ocupadas en cuadrar balances y preparar pedidos de lo que fuera para enviar a todo Whomba. Thogos atravesó las puertas de la ciudad protegida por Aljo, el serio y eficiente dios del comercio y se encaminó hacia la primera posada que vio. Estaba de un sorprendente buen humor, acentuado por la perspectiva de una comida caliente y una cama limpia, cosas que no había visto demasiado últimamente. Su aspecto de empollón inofensivo, aunque algo sucio, era un punto a su favor para su anonimato. Anochecía ya cuando tomó asiento, apoyó su mochila junto a él y pidió un cuenco del clásico caldo vogeanés en la Posada de los Tres Picos. Repasó su última conversación con Brutha, a la que volvía constantemente en busca de hacer sonar su voz dentro de su cabeza, de tenerla presente siempre, en cada momento del viaje. En la posada sonaba un murmullo animado de acuerdos comerciales cerrados delante de vino rojo, de regateos y de celebraciones por una buena venta. El olor de la cocina y la temperatura tibia del ambiente resultaban embriagadores y todo ello sumado al cansancio terminó por hacer perder la consciencia a Thogos sin apenas darse cuenta.
—Garou.
Thogos se despertó de golpe y dio un respingo que estuvo a punto de volcar el cuenco de caldo que en ese mismo instante depositaba la camarera sobre su mesa. Sentado junto a él estaba un hombre alto de mediana edad, con escaso pelo desgreñado, que vestía una especie de chaleco rojo larguísimo de lana. Lo miraba fijamente con curiosidad desde detrás de unas finas gafas metálicas.
—¿Qué? ¿El qué? ¿Quién...? —acertó a decir Thogos, aún con el corazón acelerado por el susto.
El hombre señaló con la cabeza la mochila entreabierta del chico, por cuya abertura asomaba
una esquina del recipiente de madera que Thogos debía proteger.
—¿Se te ha muerto un hombre lobo? —dijo el hombre.
Thogos cerró precipitadamente su mochila y la escondió detrás de su espalda.
—No, yo... ¿cómo sabe usted eso?
—Es mi trabajo saberlo. ¿De dónde la has sacado? —miró de nuevo con interés al chico y luego extendió su mano—. Me llamo Cárpine. ¿Por qué tienes los restos de un hombre lobo en tu mochila?
—Yo no tengo... eso no es asunto tuyo.
—No, es cierto. Pero tengo curiosidad. Estudio estas cosas. ¿Era amigo tuyo?
—Eh, sí, sí. Era un buen amigo. El mejor.
—Siento su pérdida. No volveré a preguntarte por él —reflexionó durante un segundo—. Pero el sur queda muy lejos, tienes un camino muy largo que recorrer. Y no vas a durar demasiado.
—¿Qué quieres decir?
—Te has quedado dormido. Con tu mochila abierta. En una posada abarrotada de gente. Yo no robo, pero si robase no te habrías dado ni cuenta. En Vogean sólo se roba legalmente y lo llaman “compraventa”, pero a medida que te acerques a la frontera las cosas van a ser menos amables.
Thogos empezó a sudar al darse cuenta de que Cárpine tenía toda la razón. Había cometido una gran imprudencia mecido por la sensación de tranquilidad y de orden que le había dado aquella ciudad. Sólo una semana de camino y ya había puesto en peligro toda su misión, sólo por unos cuantos kilómetros caminados y un par de noches de dormir incómodo. Volvió a pensar en las dudas que le acosaron cuando Brutha le pidió que llevara a cabo la misión. “Yo no soy un guerrero”, pensó entonces, y ahora lo confirmaba. No era más que una pequeña lagartija lectora que estaba indefensa ante el mundo. Por alguna razón estúpida, tras traspasar el asedio de Gulf habían bastado dos o tres días de caminata sin incidentes para convencerse de que la parte más complicada ya había pasado. Se sintió tentado a pedir protección a los dioses, como hacía antaño. Era ridículo, no podía volver a los dioses, y mucho menos ahora. Echó de menos su magia. Maldijo el momento en el que permitió a Celis eliminarla, aunque toda esta cadena de pensamientos era irracional, y él lo sabía. Con magia jamás habría podido salir de Gulf. Se preguntó si allí en la fortaleza sus amigos también tenían sus dudas, si a veces sentían deseos de volver a ponerse en manos de los dioses y dejar de preocuparse por sus propias vidas.
Thogos tocó con la yema de los dedos la empuñadura rugosa y basta de la daga de hierro de Cárpine. Reunió todo el valor que le quedaba y con un movimiento seco soltó un codazo que se clavó entre las costillas del ladrón, que aflojó la presión de inmediato casi más por la sorpresa que por la fuerza, escasa, del golpe. Thogos agarró la daga de su bota y se giró justo a tiempo para ver cómo el ladrón se abalanzaba sobre él con los ojos centelleantes en una mezcla de furia y miedo. En un gesto instintivo, asestó un golpe con la daga a modo de defensa. El peso del ladrón y su propio impulso cayó completamente sobre la hoja afilada justo entre sus costillas. Con los ojos muy abiertos el ladrón se agarró el pecho e intentó sin éxito sacar el arma que había atravesado su corazón. En pocos segundos cayó como el plomo al suelo, su cuerpo ya sin vida.
Cárpine era un buen hombre. En realidad parecía estar como un cencerro también, pero no mucho más que Celis, y Thogos ya había comprendido que se sentía extrañamente bien junto a la gente aparentemente poco cuerda que habla sin parar y con pasión de las cosas. El vogeanés le habló de las Ramarí, unas pequeñas aves de la zona del desierto de Perelin que tienen una inteligencia parecida a la del hombre pero que no disponen de cuerdas vocales y no consiguen emitir sonido alguno, y que voluntariamente habían decidido no bajar nunca a ras de suelo. También le contó de los centauros de los bosques de Caunes que murieron de una enfermedad inexplicable y fulminante, de unicornios, de hombres de apenas noventa centímetros de altura que habitan dentro de las cuevas que forma el mar cuando golpea las costas rocosas. Cosas que Thogos atribuyó a su locura, pues nunca había oído hablar de ellas antes y porque Cárpine confundía el presente con el pasado de tanto en tanto.
—Apuesto a que ni siquiera tienes algo para defenderte si te atacan.
Thogos agachó la cabeza avergonzado. Cárpine bajó la mano hacia su bota y sacó una daga, un cuchillo bastante vulgar de hierro, con una punta de apariencia afilada y unos bordes algo romos.
—No es un gran cuchillo. Pero a veces con enseñarlo es suficiente. Esperemos que no tengas que usarlo nunca.
—Pero, ¿y tú? ¿Te quedarás sin él?
—Yo ya no salgo de Vogean, muchacho. Y además... —guiñó un ojo a Thogos y señaló su otra bota— tengo otro por si acaso. Nunca sabes por qué lado te van a intentar atacar.
En el destello de su ojo, Thogos creyó percibió un segundo par de ojos similares a los de un felino. Aunque en seguida se lo quitó de la cabeza.
Thogos miró el cuerpo del ladrón del que aún borboteaba sangre y que todavía mantenía los ojos abiertos en un rictus de sorpresa. Se los cerró con cuidado y se sentó un momento abrumado por lo que acababa de suceder. No hacía ni medio día que había abandonado Ghizan sin detenerse ni siquiera a echar un vistazo a su monumental biblioteca. Había extremado sus precauciones, había intentado pasar desapercibido, dormir fuera de ciudades y de posadas, esconderse en las sombras. Pero él no era un guerrero, su camuflaje no era el mejor, y en mitad del sueño sólo un crujido de una rama oportuna le había avisado de la presencia de intrusos en su pequeño campamento. Abrió los ojos justo a tiempo de ver cómo aquel ratero se llevaba su mochila y sin pensarlo demasiado se había arrojado sobre él, sin ni siquiera saber cómo se lucha. El ladrón sólo intentaba huir, desembarazarse de él, pero Thogos, torpe o no con los puños, no se lo permitió. Un simple ladrón muerto de hambre que estaba dispuesto a estrangularlo sólo para llevarse aquella mochila que no sabía ni siquiera lo que contenía.
Sintiendo una arcada, Thogos extrajo la daga del cuerpo del ladrón y la limpió como buenamente pudo con unas hojas, para guardarla de nuevo en la bota. Jamás había empuñado un arma hasta ese día. Jamás había matado a un hombre. Maldición, jamás había matado siquiera a un insecto.
Respirando hondo recogió sus pertenencias y se puso de nuevo en marcha. Amanecía. Thogos sintió que pasase lo que pasase, él se había adentrado en un camino por el que ya nunca podría regresar.
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